30 de junio de 2017

Planicie

Se sienta a esperar en él. Se propaga. Me reclama porque aún soy barro de sus costillas. Le digo: “debe ser música toda flor de tu piel.” Pero la imaginación es para ella un espejo que multiplica a los transeúntes, oportunamente se disemina con alguno de ellos. Se pierden para siempre. Quedando este imbécil abandonado… ¡ay, cuántas almitas tan apagadas moran en sus ojos! Los días estallan en su piel que luce tan distante del color de los seres vivos.

Su esencia se apaga violentamente. Se aleja la duración absurda que fue. Lágrima en el aire. Advierto diáfanas aquellas hieles vitales de su cabeza. (Su fuego es uno de tantos frutos portentosos de mi jardín.) Lo olvido. Pienso en ella que sentía el amor como una rodilla hundida en la nuca. Ahora la pena la camina. Es dolor al romperse, al desprenderse de sí, sin encontrar aquel émbolo amado de su cabeza. La perfora el ruido de su cuerpo inerte al caer sobre la cama.

La oscilación del sueño en nosotros. Domingo dibuja-mañanas. Salimos a andar aquel camino caído del interior de una sombra mía: un momento en la imaginación. Ver que el tiempo es un sonido más en el cielo y que su latido entraña un calorcito rapaz.

Es todo, iré a morir a la planicie, a sostenerme del ojo infecto de las cosas que no me nombran, con la frente en alto, la incomodidad latente y el deseo de machacar el péndulo del soñar.

Despierto ausente de calma, esperando destruir el habla.

Las pozas de las que a menudo bebo permanecen vivaces en mis párpados. En sus profundidades mi corazón asesinó la visión. Es sólo piel en su morir: un sonido de amor.

Solamente el latido es el camino, decís. Y no hay cuerdas cuerpo adentro a las que la sombra visite.

A lo lejos,  el cielo, tal como ayer, sin voz. El pensamiento: vórtice de la flor. Me quedo quieto; me niego a levantar las manos (sólo con creaciones delimitamos el olvido). Culo al suelo. Todos serán invitados a mi extraña selva umbilical.

Ahora tu mirada se cuela en la chispa: así todos ustedes son construidos en mí, siempre: trazando en mi tierra sin que aparezca el mundo.

¡A vivir, lenguaje-materia!


Maximiliano Olivera

Hoy

Mañana

Mi alma que duerme brota otros nombres. La nostalgia parece haber vuelto sin luz, otra vez. Su fango tropieza con los muebles de toda la casa, mientras ella baila como esquirla implacable entre mis dedos.


Tarde

¡Descendé! No naciste para morir atascado en las cuencas de una flor; tu sombra llega del sol, pibe tejido, debés brillar para ella. El cielo preexistió en vos.

¡Descendé! Todavía amar es producir el halo lunar acá, en tierra. 

¡Descendé! Que la tarde no pretende irse a ninguna parte sin vos.


Noche

El espejo me cede todo color guardado en él. Al parecer la noche se empotró en cualquier parte. Ahora la llevás en el pecho. ¿Viste?, nada la detiene. Se desarma en idiomas durmientes.


Maximiliano Olivera

24 de febrero de 2017

Se convertirá

La Ramírez me preguntó si todavía tenía ganas de salir.

—Quiero verte —dije yo.

—Querés verte —dijo ella.

Al día siguiente cayó en mi casa con su guitarra negra. Sonreía tan inquieta. Tenía un sol entre labios, alumbrándonos. Y ella siempre sonría, ¡carajo!, ¿qué importaba si el cielo gris nos bramaba en la cara hoy?

La Ramírez cebó unos mates, sus manos pequeñas me acercaron esbozos, pinturas y dibujos suyos; entre sorbos me los enseñó. Habló de sueños que había tenido recientemente, de viajes que quería realizar, de cielos estrellados que debía ver. Me preguntó sobre mi vida, por qué vivía posponiendo nuestro encuentro. Aún no entiendo por qué, pero me disculpé por todo el tiempo que anduve sin ganas de nada.

—¡Tanto tiempo libre en tu vida y vos sin ganas! —dijo.

—¿Sabés qué pasa? Hay en mí una llamita que lucha entre un montón de llamas —dije.

—Todas las llamas son una sola, y todas las cosas chamuscándose son parte de ella también.

Hubo silencio y tiempo para pensar. Pensarnos.

Ella no comprendía que tanto el desempleo como el desamor habían provocando en mí una necesidad urgente por reorganizar mis células, lo que demandaba tiempo, soledad y fuerza. Así perdí 10 kilos, amistades, pasiones. Pero a pesar de estar parado frente a un mundo de horrores, solía recibir visitas a mi hogar de algunos colibríes y grillos que se colaban por la ventana, y yo disfrutaba en demasía el poder oírlos. A veces prefería que risotadas como las de La Ramírez reverberaran en mi habitación, las del gorrión y las cucarachas me aterraban.

Sus sueños de verdad eran muy dulces, los míos últimamente me provocan pavor. A veces hay maniquíes graciosos en el bocho, otras sólo cuerpos de arcilla espantosos.

Me resistí a aquel silencio y le hablé sobre un amigo mío que había muerto hace poco, y mientras ella leía mis cuadernos de poemas, y el último vapor era despedido del termo, le dije que tal vez debería llamar a su madre y su padre. Ella movió la cabeza afirmativamente, y le pedí un momento, salí de mi casa para respirar, y miré al cielo. Era del mismo color que las paredes de mi cuarto.

Mi amigo Pablo —ese era su nombre—, era una pibe de hermoso corazón.

Recuerdo todas las aventuras que por él viví en mi adolescencia temprana. La vez que escapamos de un policía de civil que iba en su auto viejo y que nos detuvo porque era de madrugada y según él no eran horas para andar por ahí, en la que creía su ciudad. Un idiota de pobre corazón. Y esa vez no sólo conocí la hijaputez, supe del miedo, y corrí hasta que mis piernas pudieran olvidar completamente esa sensación. Cuando nos percatamos de que no nos había perseguido reímos aliviados. Y nunca más volví a correr con esa misma energía… ni ese terror.

Recuerdo también cuando me golpeó en mi cabeza, mientras viajábamos en colectivo hacia la escuela, por decir que Bowie era pésimo. Nunca más volvió a hablarme.

No olvido cuando me abrazó el día que mi abuela lloró porque había muerto su perro, y que yo lloré por ellos dos.

Tiempo después escuché de él, a través de mi madre, 10 años después de aquel golpe en mi cráneo en el 21. Había muerto en un accidente de auto. Me entristeció saber que ya nunca nadie me hablaría de Young Americans de la forma elocuente en la que él lo hacia, con sus manos súper-expresivas y la mirada alegre de un pibe que no quiere crecer. Esa misma noche, inmediatamente de escuchar aquella noticia, volví a la escuela dónde lo conocí, recorrí en soledad el mismo camino que hacíamos al volver a nuestras casas, y me detuve en la pared donde jugábamos a la pelota y recordé la vez que en ese mismo lugar me defendió de un pibe que quería pegarme, al que le caía mal porque sí.

Pablo, ¿dónde estás ahora?

Abrí los ojos al sentir algo en mi hombro. Al parecer aún seguía parado tras la puerta de mi casa. Cuando volteé estaba La Ramírez, y su mano firme en mí, antes que pudiese yo decir algo me dijo que tenía que entrar, hacía frío.

Pasé y me acomodé en mi silla. Había agua caliente otra vez, y La Ramírez deseosa de otra ronda de mates. Me cambió la mente hablándome de mis escritos, de El jardín de los presentes, del imbécil que teníamos de presidente, de Foucault, de Spinetta, de Mateo y Cabrera. Y cuándo hablamos de estos últimos, un mal movimiento de manos produjo un enchastre de agua y yerba en las mías.

—Entre los dedos con el agua vas vos —dijo riéndose.

Reímos.

Quince mates, dos poemas de Bukowski y un film Éric Rohmer después, despedí a La Ramírez en la calle. Me quedé viéndola un rato, hasta que algo hermoso en ella la hizo girar y volver a mí, quebrando en cada paso todo el frío que pululaba en la calle. Me abrazó y besé su mejilla de durazno.

Ya no había caos en mi pecho, sólo el respirar de aquel que renace sorpresivamente en un mundo sin dolor.

De vuelta en casa, solo, marqué el número de la casa de Pablo. No pude hablar con sus padres, pero sí con su hermana mayor, a quién pedí que les diera mis condolencias. Corté y me sentí muy mal.

Recostado en mi cama pensé por horas en el film idiota que es mi vida. Cerré la persiana, el alba interfería en mi pensar. Me levanté, fui hasta la cocina y me preparé dos huevos fritos. Era todo lo que había en la heladera. Los terminé mientras escuchaba a Jimi Hendrix decir “Ey, Joe”.

Lavé el plato que había usado y tomé mi guitarra. Sonó un Mi mayor, acoplado a un La mayor séptima, en un bucle que el sueño, luego de un rato, rompió.

Cuando desperté tenía 25 años, y sobre la mesa estaban desparramadas las mismas hojas en blanco que había lanzado un año atrás, sólo que esta vez llevaban manchas de yerba y cenizas. ¿Serán estas cosas ínfimas la materia prima de toda historia?


Maximiliano Olivera

23 de febrero de 2017

Av. Mitre

¿A dónde va con ese andar aporteñado? Le atraviesa en el pecho un hueso bien blanquito que hundió en él el desasosiego.

Busca urgente algo que le devuelva la calma.

¿Por qué termina metiéndose siempre en el primer agujero dónde sale humo de cigarrillo?

Se sienta en la mesa más cercana. Pide algo frío —lo que sea—. Y en la espera, ve sus propias manos, mira sus marcas, las recorre mentalmente; a veces parecieran tomar formas laberínticas, pero aún así siempre encuentra una salida: pensar en las líneas de las manos de su madre.

Le acercan un porrón de cerveza, lo toma, traga y eructa. Su estómago arde, cierra los ojos e imagina un mundo feliz: sin acidez estomacal. Es inútil. Se lamenta. Suelta unos billetes y se va puteando.

Cruzando avenida Mitre, con sed. La tarde que muere despacito lo inunda con la primera oscuridad.

“Se te extraña, llanto, música de los ojos. Hoy que estoy devastado, quiero tan sólo escucharte un cachito en mí, ayudándome a contar los días que se interponen entre nuestras caras y nos impiden reunirnos”, se dice.

Su cabeza corretea sin él, a veces vuelve y lo pulsa, resplandece y rueda. Poco fue lo que no se desdibujó en ella. Él ya ni siquiera puede pensar con claridad. Debe volver a su hoyo.

Siente que está solo, solo en el mundo. Que se han ido sin él. Y no encuentra ningún sitio digno al que llamar hogar. Aún así regresa a su monoambiente, resignado.

La azucarera está vacía. La pava seca ya no silba más. Las cosas no descienden hasta él, y él está tan lejos para responderle a gritos a la mesa que arde de soledad: “saltá hacia mí”.

Su dedo en el espejo señala a un hombre de aspecto lamentable. Mirémosle detenidamente, miremos cómo se le desprende del rostro esa sonrisa boba, y como al caer deja al desnudo una fila de dientes manchados, impresentables, rechinándole de felicidad al descubrir la luz; miremos más allá, cómo esa lengua herida le estorba a su silencio voraz, que pide, fiero y hambriento, palabra a más no poder; sintamos esos ojos vidriosos, esa nariz nimia y ese respirar a destiempo. No sientas pena por él, está muerto. Sólo oímos su leve voz atrapada en este mundo. Oímos de él las mentiras y boludeces lanzadas a lo largo de su vida; todo lo puro y noble se fue con él. Cuántas palabras rompe-nueces, rompe-abrazos, rompe-miedos. Cuántos versos ateridos escupidos en una sola noche, y cuánta saliva empujando a una maquinaria inservible.

Todo en su vida es de utilería: las cortinas, la ventana, el calendario, los libros, los pinceles, el mate, las migas del pan, el gato, las lágrimas, el amor, el hambre, el sexo, los sahumerios, el sudor, el velador, el tocadiscos, la afeitadora, el bigote. Es falso el sonido del tren, el de las aves y el bullicio al otro lado de la ventana.

Por lo menos tiene el consuelo de saber que su cama y el inodoro aún responden a sus necesidades. Y que las paredes aún lo protegen del gran horror del mundo.

Eso lo hace sonreír.

“Al final uno es lo que siempre ha sido desde su irrupción en el cosmos: un puñado de polvo de estrellas errantes. Nada de sueños. Nada de pasiones. No somos más que un fueguito caprichoso 'e mierda que no quiere morir”, se dijo tan campante con la cabeza oculta entre las sabanas, y sonrió hasta dormirse. 


Maximiliano Olivera

20 de febrero de 2017

Av. Maipú

Hay rincones de esta casa en los que me gusta sentarme a leer o comer; tienen cierto aire mágico. Sólo en este sitio mi alma actúa con extraña minuciosidad. Ayer tomé el té mirando por la ventana como el cielo blandía sus nubes negras para proteger de la sed a todos los árboles tristes de la ciudad; éste era todo el espectáculo que necesitaba en la tarde. Recuerdo otros días en los que desgajar una naranja podía llevarme media hora. ¡Qué locura contemplar aquella piel!

Me temo que ya no podré jugar más así. Apenas puede mi mente mantenerse de pie. Traje hasta mí mucha basura de los sueños. Metí en la mochila todo lo que podía hurtar… ¡momento!, ¿por qué razón lo haría, y a escondidas de quién?, tratándose de un sitio que fue hecho a partir de una chispa mía. Ay, mi mente, artesana de rostros hieráticos.

¿Cuánto tuve que esperar para que aquel primer chispazo nos hiciera un espacio y tiempo en el que pudiésemos estar? O estarnos. Desde aquel no-tiempo y no-espacio que persigo estúpidamente la eternidad.

Ey, vos... ¿llegaremos a ser capaces algún día de omitir las siestas venideras, reemplazándolas por citas de mate y sol? Siento que todavía nos queda mucha yerba por lavar y arrojar al mundo.

Hoy te escribo cartas que no sé a donde enviar. Y mientras las releo, no puedo dejar de decirme qué idiota se siente el corazón al mirar cualquier calendario.

Nada sé, nada de vos.

No dejo de preguntarme por qué me arrancaste de la nada para acompañarte en este mundo. Sé que es muy duro y que estás tan cansada como yo, pero yo no puedo estarlo ni puedo hablarte de mi malestar porque crees que soy demasiado joven para sentirme vencido. 

Anoche dando vueltas en la cama me percaté, hay posiciones del soñar que activan en mi mente recuerdos tuyos, en especial dos: la primera vez que dormimos juntos y la última. ¿Será porque fueron similares esas noches? En cada una, el terror y la ternura entrecruzados. Terror de saber que en nosotros la muerte empezó, y la ternura de notar en mi cabeza ecos colmados de vos.

Zigzaguea en mis brazos un airecito tuyo que quedó olvidado en mi casa. Converso con él cada vez que puedo. Le digo que es imposible que no me nazca el deseo de salir apenas veo a través de la ventana una jauría de nubes atenuando la claridad del día.

Ahora, desde la calle, sólo veo un cielo cubierto de hombres grises, demorando la partida del sol.

Camino solo, buscando aquel viento chirriante que una vez me desenredó los brazos de la nuca y me desclavó de la sien un sílex embadurnado de voces que me boludeaban todo el tiempo, diciéndome, mientras más se escarbaban en mi cráneo: "deberías desengañarte; deberías bañarte, las moscas están por todas partes, y las cucarachas… ¡las cucarachas ya no te respetan! Marchan, defecan, cogen, bailan, mueren, gritan, hibernan sobre tu comida, pero jamás comen de eso, ¿quién querría arriesgarse a morir sólo para averiguar a qué sabe esa pasta mohosa que quizás alguna vez fue algo que perteneció a este mundo?; deberías matarte, desanclar tu alma de esta pocilga de cuerpo y buscar algo por lo que valga la pena vivir; deberías de una vez por todas encontrar razones sensatas para olvidar todo el desastre vivido y a quienes ya no volverán más a vos: gente que supo ser tu amiga, compañeros de la escuela o de antiguos empleos, pasajeros de colectivos, mujeres que deseaste, la chica que besaste por primera vez y también la última, tu perrito muerto más amado."

Vuelvo siempre que puedo a esos lugares que impregnaron en mí sus colores y aromas. Vuelvo porque no tengo adónde ir. Vuelvo porque ahí soy una música que puedo tolerar, y la canto. Sí, voy cantando.

Comienza a llover. Las voces, otra vez.

Vocecitas cobardes, ¿es mi nombre lo que las obliga a buscarme? Si es así, ya no quiero más estas manos, ni cargar con esta sombra, ni mover más esta boca para preguntar quién soy. ¿Quién soy?

Vocecitas arpías, ¿son mis modales de hampón los que las atraen a mí? Pegaditas unas a las otras en mi garganta y cabeza, en mis pulmones y también en los testículos, ¡como una puta y jodida infección! Interfiriendo con la melodía de las tardes.

Las voces dejan de vibrar.

Esta tonta ciudad es mi herida, querida voz. Pronto me iré lejos de acá, y espero, olvides todo rastro de mi cruel nombre.

Ey, vos… ¡qué callecitas me diste! Que me escuecen y que ya no quiero ver en ningún rincón de ésta ni de otras ciudades. Siempre termino por ellas en medio de interminables balaceras entre “adioses” y “hasta luegos”.

Le pregunto a mi reflejo en un charco, quién seré luego de tanto esperar por mi calma. Aunque realmente no me importa; hace tiempo extravié la mesura. Rajá, pibe del charco, rajá de mí con tus promesas de eternidad.


Maximiliano Olivera

14 de febrero de 2017

Lados

Sacudió la cabeza para aturdir a su mente, persistente en arponearlo toda la noche desde el interior de su cráneo, hablándole pestes de un mundo de un aire al cual jamás le dio una vaga bocanada.

“¿Cómo es que debo librarme también de todos mis libros perdidos? Me estás jodiendo puerilmente. Sí, estás intentando que olvide que por ellos logré mantenerme fuera de cárceles, fábricas, tertulias y loqueros.”

Divaga.

No hay nada que quiera ofrecerle a nadie. Está roto. 

Le dice chau al mundo, tendido en el suelo y con un puño marcado en la jeta.

En algún lugar dentro de su suéter está resistiendo, deseando de alguna manera estar cerca de su antigua Ella, porque está enflaqueciendo solo, muy solo en su casa.

“Estoy lloriqueando, porque sos el guante al que estoy estrujando”, le dice a su corazón.

Agarró un lápiz y con él se hizo un buraco en la nuca, para que su mente salga a pasear. Luego se echó sobre la alfombra y  se dejó de hinchar. Ya no pensaba más.

¡Cuántos días de no tener días! Días de andar agitando la espina dorsal de sus macanas, esperando que le caiga un remolino que le acerque un cacho de luz por alguna de las tantas hendiduras de su cuerpo famélico.

Buenas noches, se dijo, y mientras mermaba su campo de visión, la felicidad se le manifestó por primera vez en muchos días de tanto discurrir y poco soñar.


Maximiliano Olivera

13 de febrero de 2017

Av. Díaz Vélez

Vamos a caminar. A llenarnos de rocío como aquel reluciente y solitario caballo de mármol de la plaza en la que estuvimos una vez, ¿te acordás? Aquel que parecía que le había robado la mirada triste a tu vieja, tan silente. ¿No? Entonces lo soñé. Sí, lo soñé. Y yo estaba regordete de celeridad. Y vos tan metida en tu jungla interior, la de tus pelos locos, enredados en tu mirada perdida.

Salgamos, que ya no me banco el encierro y preciso nutrirme de caras toscas y marchitas. Bajemos a Almagro. Bajemos ya. Acá arriba, en el 4to B, no sé bien en qué país estoy. Toda esa música inglesa de los 80 que escuchás me desacelera la razón. Esa cerveza chilena, que me hacés tomar caliente –en caliente-, quiere salir de mí. Que no, que no quiero ir al baño de tu casa, que quiero respirar. Necesito respirar.

Qué piola la vida que hay en estas calles. Qué piolas los monos yendo apurados de acá para allá. Dónde vivo yo es todo lo contrario, y aunque a veces me gusta que sea así, hay otros días en que preferiría cruzarme a alguien como vos en la calle. No hay muchas como vos, sabés.

Qué incómoda la noche, se retuerce como un ratoncito herido de amor.

Esta plaza besa demasiado, húmeda y humanamente bien. Aquel linyera que llora, también besa. El aire besa. Tu gamba chueca besa. Y todos mis chistes y mi risa idiota te hacen reír cuando te besan.

La efímera mosca columpiándose en el hilo del saquito de té. La taza se acurruca en las manos. Que la pena nos cosquillee hoy, no es casualidad. Siento que hay que desandarse más y más. Vamos, vayamos a llenarnos.

En tu sonrisa, el dibujo, los rastros de un océano sosegado. Vas dejando en cada paso miguitas de aquel cadáver de sal que llevás en vos.

No quiero contar las horas del frío en la vereda. Prefiero al rocío en estado post-coito. Subamos, esta noche quiero dormir con vos, y espero que a tu vieja no le moleste el hecho de que haya olvidado en dónde vivo y quién soy, y quién sos. Realmente no me importa tu madre. Sólo no apagues las luces, por favor. Quiero memorizar bien tu cuarto, y llevármelo así, entero, a un sueño en el que el corazón no me olvide.


Maximiliano Olivera