20 de febrero de 2017

Av. Maipú

Hay rincones de esta casa en los que me gusta sentarme a leer o comer; tienen cierto aire mágico. Sólo en este sitio mi alma actúa con extraña minuciosidad. Ayer tomé el té mirando por la ventana como el cielo blandía sus nubes negras para proteger de la sed a todos los árboles tristes de la ciudad; éste era todo el espectáculo que necesitaba en la tarde. Recuerdo otros días en los que desgajar una naranja podía llevarme media hora. ¡Qué locura contemplar aquella piel!

Me temo que ya no podré jugar más así. Apenas puede mi mente mantenerse de pie. Traje hasta mí mucha basura de los sueños. Metí en la mochila todo lo que podía hurtar… ¡momento!, ¿por qué razón lo haría, y a escondidas de quién?, tratándose de un sitio que fue hecho a partir de una chispa mía. Ay, mi mente, artesana de rostros hieráticos.

¿Cuánto tuve que esperar para que aquel primer chispazo nos hiciera un espacio y tiempo en el que pudiésemos estar? O estarnos. Desde aquel no-tiempo y no-espacio que persigo estúpidamente la eternidad.

Ey, vos... ¿llegaremos a ser capaces algún día de omitir las siestas venideras, reemplazándolas por citas de mate y sol? Siento que todavía nos queda mucha yerba por lavar y arrojar al mundo.

Hoy te escribo cartas que no sé a donde enviar. Y mientras las releo, no puedo dejar de decirme qué idiota se siente el corazón al mirar cualquier calendario.

Nada sé, nada de vos.

No dejo de preguntarme por qué me arrancaste de la nada para acompañarte en este mundo. Sé que es muy duro y que estás tan cansada como yo, pero yo no puedo estarlo ni puedo hablarte de mi malestar porque crees que soy demasiado joven para sentirme vencido. 

Anoche dando vueltas en la cama me percaté, hay posiciones del soñar que activan en mi mente recuerdos tuyos, en especial dos: la primera vez que dormimos juntos y la última. ¿Será porque fueron similares esas noches? En cada una, el terror y la ternura entrecruzados. Terror de saber que en nosotros la muerte empezó, y la ternura de notar en mi cabeza ecos colmados de vos.

Zigzaguea en mis brazos un airecito tuyo que quedó olvidado en mi casa. Converso con él cada vez que puedo. Le digo que es imposible que no me nazca el deseo de salir apenas veo a través de la ventana una jauría de nubes atenuando la claridad del día.

Ahora, desde la calle, sólo veo un cielo cubierto de hombres grises, demorando la partida del sol.

Camino solo, buscando aquel viento chirriante que una vez me desenredó los brazos de la nuca y me desclavó de la sien un sílex embadurnado de voces que me boludeaban todo el tiempo, diciéndome, mientras más se escarbaban en mi cráneo: "deberías desengañarte; deberías bañarte, las moscas están por todas partes, y las cucarachas… ¡las cucarachas ya no te respetan! Marchan, defecan, cogen, bailan, mueren, gritan, hibernan sobre tu comida, pero jamás comen de eso, ¿quién querría arriesgarse a morir sólo para averiguar a qué sabe esa pasta mohosa que quizás alguna vez fue algo que perteneció a este mundo?; deberías matarte, desanclar tu alma de esta pocilga de cuerpo y buscar algo por lo que valga la pena vivir; deberías de una vez por todas encontrar razones sensatas para olvidar todo el desastre vivido y a quienes ya no volverán más a vos: gente que supo ser tu amiga, compañeros de la escuela o de antiguos empleos, pasajeros de colectivos, mujeres que deseaste, la chica que besaste por primera vez y también la última, tu perrito muerto más amado."

Vuelvo siempre que puedo a esos lugares que impregnaron en mí sus colores y aromas. Vuelvo porque no tengo adónde ir. Vuelvo porque ahí soy una música que puedo tolerar, y la canto. Sí, voy cantando.

Comienza a llover. Las voces, otra vez.

Vocecitas cobardes, ¿es mi nombre lo que las obliga a buscarme? Si es así, ya no quiero más estas manos, ni cargar con esta sombra, ni mover más esta boca para preguntar quién soy. ¿Quién soy?

Vocecitas arpías, ¿son mis modales de hampón los que las atraen a mí? Pegaditas unas a las otras en mi garganta y cabeza, en mis pulmones y también en los testículos, ¡como una puta y jodida infección! Interfiriendo con la melodía de las tardes.

Las voces dejan de vibrar.

Esta tonta ciudad es mi herida, querida voz. Pronto me iré lejos de acá, y espero, olvides todo rastro de mi cruel nombre.

Ey, vos… ¡qué callecitas me diste! Que me escuecen y que ya no quiero ver en ningún rincón de ésta ni de otras ciudades. Siempre termino por ellas en medio de interminables balaceras entre “adioses” y “hasta luegos”.

Le pregunto a mi reflejo en un charco, quién seré luego de tanto esperar por mi calma. Aunque realmente no me importa; hace tiempo extravié la mesura. Rajá, pibe del charco, rajá de mí con tus promesas de eternidad.


Maximiliano Olivera

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