Hay rincones de esta casa
en los que me gusta sentarme a leer o comer; tienen cierto aire mágico. Sólo en
este sitio mi alma actúa con extraña minuciosidad. Ayer tomé el té mirando por
la ventana como el cielo blandía sus nubes negras para proteger de la sed a
todos los árboles tristes de la ciudad; éste era todo el espectáculo que
necesitaba en la tarde. Recuerdo otros días en los que desgajar una naranja
podía llevarme media hora. ¡Qué locura contemplar aquella piel!
Me temo que ya no podré
jugar más así. Apenas puede mi mente mantenerse de pie. Traje hasta mí mucha basura de
los sueños. Metí en la mochila todo lo que podía hurtar… ¡momento!, ¿por qué
razón lo haría, y a escondidas de quién?, tratándose de un sitio que fue hecho
a partir de una chispa mía. Ay, mi mente, artesana de rostros hieráticos.
¿Cuánto tuve que esperar
para que aquel primer chispazo nos hiciera un espacio y tiempo en el que pudiésemos
estar? O estarnos. Desde aquel no-tiempo y no-espacio que persigo estúpidamente
la eternidad.
Ey, vos... ¿llegaremos a
ser capaces algún día de omitir las siestas venideras, reemplazándolas por
citas de mate y sol? Siento que todavía nos queda mucha yerba por lavar y
arrojar al mundo.
Hoy te escribo cartas que
no sé a donde enviar. Y mientras las releo, no puedo dejar de decirme qué
idiota se siente el corazón al mirar cualquier calendario.
Nada sé, nada de vos.
No dejo de preguntarme
por qué me arrancaste de la nada para acompañarte en este mundo. Sé que es muy
duro y que estás tan cansada como yo, pero yo no puedo estarlo ni puedo
hablarte de mi malestar porque crees que soy demasiado joven para sentirme
vencido.
Anoche dando vueltas en
la cama me percaté, hay posiciones del soñar que activan en mi mente recuerdos
tuyos, en especial dos: la primera vez que dormimos juntos y la última. ¿Será
porque fueron similares esas noches? En cada una, el terror y la ternura
entrecruzados. Terror de saber que en nosotros la muerte empezó, y la ternura
de notar en mi cabeza ecos colmados de vos.
Zigzaguea en mis brazos
un airecito tuyo que quedó olvidado en mi casa. Converso con él cada vez que
puedo. Le digo que es imposible que no me nazca el deseo de salir apenas veo a
través de la ventana una jauría de nubes atenuando la
claridad del día.
Ahora, desde la calle, sólo
veo un cielo cubierto de hombres grises, demorando la partida del sol.
Camino solo, buscando
aquel viento chirriante que una vez me desenredó los brazos de la nuca y me
desclavó de la sien un sílex embadurnado de voces que me boludeaban todo el
tiempo, diciéndome, mientras más se escarbaban en mi cráneo: "deberías desengañarte; deberías bañarte, las moscas están por todas partes, y
las cucarachas… ¡las cucarachas ya no te respetan! Marchan, defecan, cogen,
bailan, mueren, gritan, hibernan sobre tu comida, pero jamás comen de eso,
¿quién querría arriesgarse a morir sólo para averiguar a qué sabe esa pasta
mohosa que quizás alguna vez fue algo que perteneció a este mundo?; deberías
matarte, desanclar tu alma de esta pocilga de cuerpo y buscar algo por lo que
valga la pena vivir; deberías de una vez por todas encontrar razones sensatas para
olvidar todo el desastre vivido y a quienes ya no volverán más a vos: gente que
supo ser tu amiga, compañeros de la escuela o de antiguos empleos, pasajeros de
colectivos, mujeres que deseaste, la chica que besaste por primera vez y también
la última, tu perrito muerto más amado."
Vuelvo siempre que puedo
a esos lugares que impregnaron en mí sus colores y aromas. Vuelvo porque no
tengo adónde ir. Vuelvo porque ahí soy una música que puedo tolerar, y la
canto. Sí, voy cantando.
Comienza a llover. Las voces, otra vez.
Vocecitas cobardes, ¿es
mi nombre lo que las obliga a buscarme? Si es así, ya no quiero más estas
manos, ni cargar con esta sombra, ni mover más esta boca para preguntar quién
soy. ¿Quién soy?
Vocecitas arpías, ¿son
mis modales de hampón los que las atraen a mí? Pegaditas unas a las otras en mi
garganta y cabeza, en mis pulmones y también en los testículos, ¡como una puta
y jodida infección! Interfiriendo con la melodía de las tardes.
Las voces dejan de
vibrar.
Esta tonta ciudad es mi herida,
querida voz. Pronto me iré lejos de acá, y espero, olvides todo rastro de mi
cruel nombre.
Ey, vos… ¡qué callecitas me
diste! Que me escuecen y que ya no quiero ver en ningún rincón de ésta ni de otras ciudades. Siempre termino por ellas en medio de interminables balaceras
entre “adioses” y “hasta luegos”.
Le pregunto a mi reflejo
en un charco, quién seré luego de tanto esperar por mi calma. Aunque realmente no
me importa; hace tiempo extravié la mesura. Rajá, pibe del charco, rajá de mí
con tus promesas de eternidad.
Maximiliano Olivera
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