14 de septiembre de 2016

Pelota

Durante una prolongada estadía en la oscuridad total uno olvida su forma, olvida quién fue, olvida sus propósitos, olvida el tiempo, pero no olvida dónde se está. Y sé que fui arrojado otra vez, como en otras oportunidades, a esta especie de cárcel hermética.

Todo se vuelve a repetir: las sensaciones van desvaneciendo progresivamente, dejándome a solas con La Voz: mi compañera temporal. Por desgracia, hay algo que no puede ser arrebatado de uno, y es esa vocecita bulliciosa. A veces quisiera estar a solas, por mucho más tiempo, sin saberme, para no sentir en mí tanta negrura. ¡Me aterra esta nada!

Ansío ver de nuevo esa luz abriéndose ante mí. ¿Cuánto tiempo más faltará? No lo sé. Yo sé que volverá.

Me pregunto cómo era mi cuerpo, y los colores y texturas que contenía. No puedo dejar de preguntármelo. Yo no puedo palparme, estoy completamente inmóvil y los espejos del pensamiento son verdaderamente inexactos, poco confiables. Sólo cabe esperar. Hay tantas cosas del mundo, además, que quiero volver a ver…

En el momento en el que me dispuse a dormir, un objeto irrumpió en mi ridícula calma, para manipularme a su antojo. ¡Cuánto le agradecí el arrancarme de ese estúpido sitio! Realmente, ya no me importaba si lo hacía para devorarme o para arrojarme a las mismas llamas del infierno. Nada podía ser peor que lo que había vivido.

Mientras era conducido por aquel objeto –que la luz, ya entregada a mí, convirtió en un par de manos– pude ver entrecortadamente el azul del cielo. Me reencontré con el aire. Pude respirar. Vi al Sol, esa poderosa gema astral, y sentí cosquillear su calor en mi pelaje y volví a reír. Y reí en todo el trayecto. Era feliz redescubriendo aquel mundo que me habían negado por mucho tiempo. Vi un montón de caras con formas que denotaban felicidad. ¿Es que vienen a presenciar y vitorear mi liberación?

No fue sino hasta el segundo lanzamiento que desee no haber salido nunca de mi celda. En el primero sentí una sensación extraña, mientras me elevaba también se elevaba el dolor, y entonces supe que llevaba entrañas en mí. Y éstas enloquecían más y más en cada golpe de aquellos dos monstruos.

Tercer lanzamiento. Un impacto preciso en el centro de mi cráneo lo apagó todo. Me desvanecí, sin más.

Cuando desperté, ahí estaba, en la recámara de la muerte, la recámara de la nada. Detesté aquellas manos sucias que me llevaron a la muerte, otra vez.

El tiempo pasó y fui olvidando cada vez un poco más. Luego La Voz volvió a mí, e hizo el silencio aún más cruel.


Maximiliano Olivera

1 de septiembre de 2016

Qué

Qué suerte que ya no me pertenece el habla ni yo le pertenezco más a él, ya no podrá adueñarse de mí en cada ausencia de razón ni en cada inconcluso roce de piel.

Qué suerte que olvidé cómo se respiraba, porque la fauna abisal es tan maravillosa e intensa.

Qué suerte que ya no miro, porque ya no queda nada por ver, salvo aquella niebla que se interpone entre mis ojos y las creaciones de las que alguna vez fui fermento.

Qué extrañas las cosas que me obligan a cooperar con la nausea que provoca escribirlo todo en mi mente, una y otra vez, antes de soltarlo en voz alta.


Maximiliano Olivera

Amanece

Amanece cuando cae de mi boca aquel duende que enciende el día.
Amanece cuando los perros se elevan al cielo con tan sólo el batir de sus colas polvorientas.
Amanece cuando el tren llega a la estación trayendo a los vendedores ambulantes que llevan en ellos todo el vaporcito de un pan casero.
Amanece si es que el cana no me escupe al pasar por su lado ni le desea un buen día a mi culo inquieto.
Amanece cuando el rocío termina de baldear los pisos y pulir los árboles y los anteojos de la gente.
Amanece justo cuando el vapor de un mate te hace bostezar hasta la sonrisa.


Maximiliano Olivera