13 de noviembre de 2013

Degluciones

Ciudadela
Dos minutos, veintitrés segundos.
Lo que duró la tos.
Lo que duró cubrir la cama de estertores
y pensamientos citadinos.
No sirve de nada abrir una ventana,
las calles parecen alfombras oscuras
meadas por cientos de gatos escuálidos.
El sol sale para alimentar a las urbes
con pequeños pájaros de colores.
Nadie me pregunta por qué ya no escribo
acerca de mis sueños recientes, lejanos.
Esta siesta fui un pescador
que por primera vez amó
la naturaleza del río
y los dibujos que hace el verano en el agua.
Que vio con otros ojos al pez que suplicaba
por su vida, mientras la red lo abrazaba
y el viento acariciaba sus escamas rotas.
Luego me despertó la fuerte fiebre
y un sudor que recorría mi frente,
sacudiéndome así como la vida sacudía a ese animal.
Ambos quedamos atrapados en nuestros mundos
sin que alguien pudiera liberarnos
de nuestras redes de aire-infierno.

Carroña
Me acerqué y le robé un beso a la madre de todas las náuseas. Quería que ella supiera mi nombre, pero, a cambio del suyo le mostré una sonrisa apenas diluida en mieles de vida. Tan pálida miseria estrujó a mi serenidad, que tuve que escaparme de todas las caras y nombres... hasta los que tienen mis propios problemas.
Ya no me importaba ni el aire helado que intentaba esterilizar mi boca con más y más alcohol. Sentí la garganta llena de osamenta de roedores, de colillas de cigarrillos, de gente descalza subiendo y bajándose de mí todo el tiempo como si se tratara de cualquier transporte publico en hora pico.
Ahí estaba. Mi cuerpo como un esqueleto quieto, tirado sobre el pasto empapado en músicas y luces. Sintiéndome como si la muerte me hubiese arañado por dentro, y cada herida le dijera a mi oído: ¡fuego! ¡FUEGO!
Vomité sobre mis propios miedos, sofocando todo hedor, toda pasión.
Cerré los ojos y, buscando un pensamiento menos corpulento y dañino, me quedé súbitamente dormido.

Cenotafio
Me encontré viajando en un auto de piel enferma, agrietada. La noche repentina había nacido con ojos vidriosos y una larga nariz que no dejaba de gotear rocío. Sus manos huesudas nunca dejaron en paz al viento. Se burlaban de este, por su cara perfectamente redonda, su piel blanca, risueña. Un aspecto que no encajaba con el páramo infeliz.
Dentro del vehículo dos bocas me escupían sugerencias para dejarme desfallecer y regresar mi carne al barro. No les hice caso, y disparé una seña de que todo aún estaba bien y proseguí pensando que haría al día siguiente. Ellos miraban mi frío y el vacío de mis ojos, mi enfermedad llamada "mente". Sufrí sus voces en todo el viaje. Hasta que finalmente me arrojaron al costado de una ruta, con mi ropa sucia, mis preguntas sin respuesta y las visiones dantescas de toda mi vida.
El auto se alejó hacia el alba. Y sí, tenía razón, de verdad parecía como si un enjambre de colores apagados lo hubiese atacado tan salvajemente. Una enorme mano de luz lo hizo desvanecer para siempre. Agaché la cabeza, observé por ultima vez mis pies descalzos, estos se pusieron a andar, y yo continué en la dirección contraria a la que ellos eligieron.

Confluencia 
Cuando la sangre se vuelve un nubarrón anclado en el cielo.
Cuando los espejos se cubren de polvo y años,
y no me dejan ver quien fui todo este tiempo.
Cuando los acordes huyen de mis dedos
para arrojarse a una garganta menos silenciosa.
Cuando la tinta que elijo para nombrarte
hace arder mis cuadernos y brazos.
Cuando la verdad pesa lo mismo que una sombra
que te mira con sus ojos de diamante-invierno.
Cuando mis libros favoritos prefieren volver a ser arboles
y no un barro en el que las bellezas se hunden para morir.

Mis preguntas parecen hormigas apuradas
cargando granos de azúcar mucho más grandes
que mis sueños o yo.

Maximiliano Olivera

#4

Y los alfileres en donde te hundís,
el metal del que te gustaría ser parte,
fundirte con todas las piedras liquidas, brillantes,
latentes, escondidas.
Sería como recolectar huesos de animales muertos
solo para observar sus paisajes de polvo,
la devastación pura.
Lugares oscuros, olvidados, desaparecidos.
Lugares que solo existen en ellos y nosotros
en lo que dure la sed.
Esta sed de ser nombrados.
Somos tan diferentes bajo la luz de los arboles.
Este rostro que doy a un sol que no me oye.
Esta mano rota que es mía, y aun así no sabe mi nombre.
La radio suena porque es todo lo que hay,
lo que aun queda.
Atrapa todas las sangres y las convierte en voces.
¿Seremos tan solo ecos distantes y malditos?

Maximiliano Olivera