11 de marzo de 2012

Escuchala, ella está ahí cada vez que vos ardés.

Se dispuso a seguir caminando, no quería abandonar su propósito, así que levantó su tosca mueca del suelo, sacudió su cabeza llena de miserias y continuo. Atrás quedaban las sombras de todos sus errores, la dicha, la muerte, la vergüenza, la sonrisa de los amigos, los días que vivio y los que nunca contemplara, la tristeza secular que tanto pavor le causaba, esa maldita rutina que la hizo tropezar y romper su costado humano. Nada de eso iba a detenerla. Ni siquiera le importo detenerse a comprobar si aquellos cristales rotos eran en realidad parte de su alma, pues llevaba prisa. Solo palpó su sonrisa buscando alguna imperfección, aun estaba completa.
Sus labios de sarga eran todo lo que conservaba de aquella vida pasada, de amores efimeros, de copas y noches largas.
Cargaba de un lado un pesado bolso oscuro, del otro una mente vacía que como un niño enfermo no paraba de sollozar.
A unos pasos de ella la avenida temblaba a la sombra de sauces abrigados por picaros cables eléctricos. Se acerco lentamente, cruzando desde una esquina, y detuvo su andar a la mitad de la calle. El trafico era un completo caos, los transeúntes igual de caóticos amenazaban con sus apuradas vidas. Era la hora pico, su corazón estaba en hora pico.
Cruzó por su mente los sitios donde solía leer, escribir, soñar. Pensó tambien en el viaje a París que le prometio a su mamá. Pensó en lo malo de la lluvia, el mundo, la sociedad. Las comidas que jamas probó, los corazones que no supo saborear.
Hoy en su bolso no traia libros, ni pensamientos que analizar, tan solo un reloj que pronto se iba a detener. Y se detuvo.
La ciudad de repente se volvió mas armoniosa que de costumbre. La explosión libero paz, detuvo el infernal ruido de bocinas y motores enfurecidos, de bocas enfermizas sin tiempo. Nadie en un radio de tres manzanas parpadeo. El sol se lleno de migas de pan y miles de palomas hambrientas lo cubrieron hasta reducirlo a una insignificante luz que en segundos desvaneció.

Maximiliano Olivera