Qué suerte que ya no me
pertenece el habla ni yo le pertenezco más a él, ya no podrá adueñarse de mí en
cada ausencia de razón ni en cada inconcluso roce de piel.
Qué suerte que olvidé
cómo se respiraba, porque la fauna abisal es tan maravillosa e intensa.
Qué suerte que ya no miro,
porque ya no queda nada por ver, salvo aquella niebla que se interpone entre mis
ojos y las creaciones de las que alguna vez fui fermento.
Qué extrañas las cosas
que me obligan a cooperar con la nausea que provoca escribirlo todo en mi mente,
una y otra vez, antes de soltarlo en voz alta.
Maximiliano Olivera
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