23 de febrero de 2017

Av. Mitre

¿A dónde va con ese andar aporteñado? Le atraviesa en el pecho un hueso bien blanquito que hundió en él el desasosiego.

Busca urgente algo que le devuelva la calma.

¿Por qué termina metiéndose siempre en el primer agujero dónde sale humo de cigarrillo?

Se sienta en la mesa más cercana. Pide algo frío —lo que sea—. Y en la espera, ve sus propias manos, mira sus marcas, las recorre mentalmente; a veces parecieran tomar formas laberínticas, pero aún así siempre encuentra una salida: pensar en las líneas de las manos de su madre.

Le acercan un porrón de cerveza, lo toma, traga y eructa. Su estómago arde, cierra los ojos e imagina un mundo feliz: sin acidez estomacal. Es inútil. Se lamenta. Suelta unos billetes y se va puteando.

Cruzando avenida Mitre, con sed. La tarde que muere despacito lo inunda con la primera oscuridad.

“Se te extraña, llanto, música de los ojos. Hoy que estoy devastado, quiero tan sólo escucharte un cachito en mí, ayudándome a contar los días que se interponen entre nuestras caras y nos impiden reunirnos”, se dice.

Su cabeza corretea sin él, a veces vuelve y lo pulsa, resplandece y rueda. Poco fue lo que no se desdibujó en ella. Él ya ni siquiera puede pensar con claridad. Debe volver a su hoyo.

Siente que está solo, solo en el mundo. Que se han ido sin él. Y no encuentra ningún sitio digno al que llamar hogar. Aún así regresa a su monoambiente, resignado.

La azucarera está vacía. La pava seca ya no silba más. Las cosas no descienden hasta él, y él está tan lejos para responderle a gritos a la mesa que arde de soledad: “saltá hacia mí”.

Su dedo en el espejo señala a un hombre de aspecto lamentable. Mirémosle detenidamente, miremos cómo se le desprende del rostro esa sonrisa boba, y como al caer deja al desnudo una fila de dientes manchados, impresentables, rechinándole de felicidad al descubrir la luz; miremos más allá, cómo esa lengua herida le estorba a su silencio voraz, que pide, fiero y hambriento, palabra a más no poder; sintamos esos ojos vidriosos, esa nariz nimia y ese respirar a destiempo. No sientas pena por él, está muerto. Sólo oímos su leve voz atrapada en este mundo. Oímos de él las mentiras y boludeces lanzadas a lo largo de su vida; todo lo puro y noble se fue con él. Cuántas palabras rompe-nueces, rompe-abrazos, rompe-miedos. Cuántos versos ateridos escupidos en una sola noche, y cuánta saliva empujando a una maquinaria inservible.

Todo en su vida es de utilería: las cortinas, la ventana, el calendario, los libros, los pinceles, el mate, las migas del pan, el gato, las lágrimas, el amor, el hambre, el sexo, los sahumerios, el sudor, el velador, el tocadiscos, la afeitadora, el bigote. Es falso el sonido del tren, el de las aves y el bullicio al otro lado de la ventana.

Por lo menos tiene el consuelo de saber que su cama y el inodoro aún responden a sus necesidades. Y que las paredes aún lo protegen del gran horror del mundo.

Eso lo hace sonreír.

“Al final uno es lo que siempre ha sido desde su irrupción en el cosmos: un puñado de polvo de estrellas errantes. Nada de sueños. Nada de pasiones. No somos más que un fueguito caprichoso 'e mierda que no quiere morir”, se dijo tan campante con la cabeza oculta entre las sabanas, y sonrió hasta dormirse. 


Maximiliano Olivera

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