Sacudió la cabeza para
aturdir a su mente, persistente en arponearlo toda la noche desde el interior
de su cráneo, hablándole pestes de un mundo de un aire al cual jamás le dio una
vaga bocanada.
“¿Cómo es que debo
librarme también de todos mis libros perdidos? Me estás jodiendo puerilmente.
Sí, estás intentando que olvide que por ellos logré mantenerme fuera de
cárceles, fábricas, tertulias y loqueros.”
Divaga.
No hay nada que quiera
ofrecerle a nadie. Está roto.
Le dice chau al mundo, tendido
en el suelo y con un puño marcado en la jeta.
En algún lugar dentro de
su suéter está resistiendo, deseando de alguna manera estar cerca de su antigua
Ella, porque está enflaqueciendo solo, muy solo en su casa.
“Estoy lloriqueando,
porque sos el guante al que estoy estrujando”, le dice a su corazón.
Agarró un lápiz y con él se
hizo un buraco en la nuca, para que su mente salga a pasear. Luego se echó
sobre la alfombra y se dejó de hinchar.
Ya no pensaba más.
¡Cuántos días de no tener
días! Días de andar agitando la espina dorsal de sus macanas, esperando que le caiga un remolino que le acerque un cacho de luz por alguna de las tantas
hendiduras de su cuerpo famélico.
Buenas noches, se dijo, y
mientras mermaba su campo de visión, la felicidad se le manifestó por primera
vez en muchos días de tanto discurrir y poco soñar.
Maximiliano Olivera
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