14 de febrero de 2017

Lados

Sacudió la cabeza para aturdir a su mente, persistente en arponearlo toda la noche desde el interior de su cráneo, hablándole pestes de un mundo de un aire al cual jamás le dio una vaga bocanada.

“¿Cómo es que debo librarme también de todos mis libros perdidos? Me estás jodiendo puerilmente. Sí, estás intentando que olvide que por ellos logré mantenerme fuera de cárceles, fábricas, tertulias y loqueros.”

Divaga.

No hay nada que quiera ofrecerle a nadie. Está roto. 

Le dice chau al mundo, tendido en el suelo y con un puño marcado en la jeta.

En algún lugar dentro de su suéter está resistiendo, deseando de alguna manera estar cerca de su antigua Ella, porque está enflaqueciendo solo, muy solo en su casa.

“Estoy lloriqueando, porque sos el guante al que estoy estrujando”, le dice a su corazón.

Agarró un lápiz y con él se hizo un buraco en la nuca, para que su mente salga a pasear. Luego se echó sobre la alfombra y  se dejó de hinchar. Ya no pensaba más.

¡Cuántos días de no tener días! Días de andar agitando la espina dorsal de sus macanas, esperando que le caiga un remolino que le acerque un cacho de luz por alguna de las tantas hendiduras de su cuerpo famélico.

Buenas noches, se dijo, y mientras mermaba su campo de visión, la felicidad se le manifestó por primera vez en muchos días de tanto discurrir y poco soñar.


Maximiliano Olivera

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