La Ramírez me preguntó si
todavía tenía ganas de salir.
—Quiero verte —dije yo.
—Querés verte —dijo ella.
Al día siguiente cayó en
mi casa con su guitarra negra. Sonreía tan inquieta. Tenía un sol
entre labios, alumbrándonos. Y ella siempre sonría, ¡carajo!, ¿qué importaba si el
cielo gris nos bramaba en la cara hoy?
La Ramírez cebó unos mates,
sus manos pequeñas me acercaron esbozos, pinturas y dibujos suyos; entre sorbos
me los enseñó. Habló de sueños que había tenido recientemente, de viajes que
quería realizar, de cielos estrellados que debía ver. Me preguntó sobre
mi vida, por qué vivía posponiendo nuestro encuentro. Aún no entiendo por qué,
pero me disculpé por todo el tiempo que anduve sin ganas de nada.
—¡Tanto tiempo libre en tu
vida y vos sin ganas! —dijo.
—¿Sabés qué pasa? Hay en
mí una llamita que lucha entre un montón de llamas —dije.
—Todas las llamas son una
sola, y todas las cosas chamuscándose son parte de ella también.
Hubo silencio y tiempo
para pensar. Pensarnos.
Ella no comprendía que tanto el desempleo como el desamor habían provocando en mí una
necesidad urgente por reorganizar mis células, lo que demandaba tiempo, soledad
y fuerza. Así perdí 10 kilos, amistades, pasiones. Pero a pesar de estar parado
frente a un mundo de horrores, solía recibir visitas a mi hogar de algunos
colibríes y grillos que se colaban por la ventana, y yo disfrutaba en demasía
el poder oírlos. A veces prefería que risotadas como las de La Ramírez
reverberaran en mi habitación, las del gorrión y las cucarachas me aterraban.
Sus sueños de verdad eran
muy dulces, los míos últimamente me provocan pavor. A veces hay maniquíes graciosos
en el bocho, otras sólo cuerpos de arcilla espantosos.
Me resistí a aquel silencio
y le hablé sobre un amigo mío que había muerto hace poco, y mientras ella leía
mis cuadernos de poemas, y el último vapor era despedido del termo, le dije que
tal vez debería llamar a su madre y su padre. Ella movió la cabeza afirmativamente,
y le pedí un momento, salí de mi casa para respirar, y miré al cielo. Era del
mismo color que las paredes de mi cuarto.
Mi amigo Pablo —ese era
su nombre—, era una pibe de hermoso corazón.
Recuerdo todas las
aventuras que por él viví en mi adolescencia temprana. La vez que escapamos
de un policía de civil que iba en su auto viejo y que nos detuvo porque era de
madrugada y según él no eran horas para andar por ahí, en la que creía su
ciudad. Un idiota de pobre corazón. Y esa vez no sólo conocí la hijaputez, supe
del miedo, y corrí hasta que mis piernas pudieran olvidar completamente esa
sensación. Cuando nos percatamos de que no nos había perseguido reímos
aliviados. Y nunca más volví a correr con esa misma energía… ni ese terror.
Recuerdo también cuando me golpeó en mi cabeza, mientras viajábamos en colectivo hacia la escuela, por decir que Bowie era pésimo. Nunca más volvió a
hablarme.
No olvido cuando me abrazó el día que mi abuela lloró porque había muerto su perro, y que yo lloré por ellos dos.
Tiempo después escuché de
él, a través de mi madre, 10 años después de aquel golpe en mi cráneo en el 21. Había muerto en un accidente de auto. Me entristeció saber que ya nunca
nadie me hablaría de Young Americans de la forma elocuente en la que él lo hacia, con sus manos súper-expresivas y la mirada alegre de un pibe que no
quiere crecer. Esa misma noche, inmediatamente de escuchar aquella noticia, volví a
la escuela dónde lo conocí, recorrí en soledad el mismo camino que hacíamos al
volver a nuestras casas, y me detuve en la pared donde jugábamos a la pelota y
recordé la vez que en ese mismo lugar me defendió de un pibe que quería
pegarme, al que le caía mal porque sí.
Pablo, ¿dónde estás ahora?
Abrí los ojos al sentir algo en mi hombro. Al parecer aún seguía parado tras la puerta de mi
casa. Cuando volteé estaba La Ramírez, y su mano firme en mí, antes que pudiese
yo decir algo me dijo que tenía que entrar, hacía frío.
Pasé y me acomodé en mi
silla. Había agua caliente otra vez, y La Ramírez deseosa de otra ronda de
mates. Me cambió la mente hablándome de mis escritos, de El jardín de los
presentes, del imbécil que teníamos de presidente, de Foucault, de Spinetta, de
Mateo y Cabrera. Y cuándo hablamos de estos últimos, un mal movimiento de manos
produjo un enchastre de agua y yerba en las mías.
—Entre los dedos con el
agua vas vos —dijo riéndose.
Reímos.
Quince mates, dos poemas
de Bukowski y un film Éric Rohmer después, despedí a La Ramírez en la calle. Me
quedé viéndola un rato, hasta que algo hermoso en ella la hizo girar y volver a
mí, quebrando en cada paso todo el frío que pululaba en la calle. Me abrazó y
besé su mejilla de durazno.
Ya no había caos en mi
pecho, sólo el respirar de aquel que renace sorpresivamente en un mundo sin
dolor.
De vuelta en casa, solo,
marqué el número de la casa de Pablo. No pude hablar con sus padres, pero sí
con su hermana mayor, a quién pedí que les diera mis condolencias. Corté y me sentí muy mal.
Recostado en mi cama
pensé por horas en el film idiota que es mi vida. Cerré la persiana, el alba
interfería en mi pensar. Me levanté, fui hasta la cocina y me preparé dos
huevos fritos. Era todo lo que había en la heladera. Los terminé mientras escuchaba
a Jimi Hendrix decir “Ey, Joe”.
Lavé el plato que había
usado y tomé mi guitarra. Sonó un Mi mayor, acoplado a un La mayor séptima, en
un bucle que el sueño, luego de un rato, rompió.
Cuando desperté tenía 25
años, y sobre la mesa estaban desparramadas las mismas hojas en blanco que
había lanzado un año atrás, sólo que esta vez llevaban manchas de yerba y cenizas. ¿Serán estas cosas ínfimas la materia prima de toda historia?
Maximiliano Olivera