Ella era un
rayo de luna y los astros lo sabían mejor que todos nosotros, aunque ellos
eran dioses y no niños que intercambian secretos por cigarros y caramelos en
una prisión sin patios ni juegos. Sin más remedio tuvimos que contárselo a todo
aquel que nos permitiera bebernos el peso de un rayito desnudo en ese delicioso
río donde defecan los seres que habitan la cabeza desordenada de un
adulto defectuoso. Y, ¿valió la pena aquel embrollo por un poco de orgasmo
encefálico y una nariz colorada de tanto alcohol barato? Ay, si todo se olvida
a la mañana siguiente. Si la boca se vuelve a secar y todos los músculos
vuelven a tierra a reordenarse con el ser, para tocar fibra por fibra la fabulosa sinfonía universal
del dolor… ¡para todos los hombres que llevamos presentes! Y me pregunto cuál
de todas esas voces que llevo adentro será la que venga a reemplazarme cuando finalmente me harte de tener que escucharlas. Oh, ¿quién será el que me quite de lo que creo "mi vida"? ¡Por el resto de toda esta insignificante existencia! Siempre flotando y deshecho, con un montón de sonidos de lata en el pecho. Divagando. Y ella.... ella era un rayo muy bonito
y nosotros el ínfimo hilo de baba de un perro ciego. ¿Valió? ¿Es por esto que
se mata y se muere en este mundo? Un disparo de esperma en la oscuridad de una
habitación fría y ajena.
Y la gente no se detiene casi nunca. Se arrancan su
propia cabeza y se arrodillan ante ella, rezándose. Rezándonos, nos dicen. Y
nada podemos hacer por ellos. Pero queda algo por hacer por ella, bonita
niña-luna, que tan triste se ve. Llamaremos a su abuela para que vuelva con el
viento, trayendo con ella semillas de amapolas, y pueda así esparcirlas sobre
su rostro blanco. Y realmente no nos interesa saber por cuantas eternidades más
debamos quedarnos acá sentados, si es que podemos vernos crecer.
21/5/16
Maximiliano Olivera
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