Traeme la música que siempre fuiste.
Salvame, que la guitarra sólo me habla en su lengua de árbol y ya no produce
aquellos sonidos que me hacían tanto bien. Salvame, que por las calles corren vientos nuevos de caras que no se animan a hablarse, y en las plazas los niños ya
no se cuentan entre ellos historias de mundos que imaginan. La ciudad
está teñida de un rojo óxido que aterra a toda criatura de ternuras puras. En
mis pupilas: un montón de hormigón para unas pocas almas oprimidas por una hábil mano de barro y cenizas.
Nadie bebe, nadie juega, nadie puede
acercarse al Sol. Si tu cabeza decidiera volver hacia atrás, comprenderás que
todo ha sido removido y reemplazado por montañas de cadáveres fusilados por los
sarampiones. ¿Y quién te devolverá el tiempo que te tomó poder erigir aquel
humano que veían en vos?
Ésta es la manga de mi camisa, yo me aferraré a la
tuya. No olvides jamás el color de las que nos regalamos en aquellos
sueños desde el vientre del sol. Hoy nos vemos alejar, mujer. No voy a
desistir. Abro los ojos. Te busco en el fuego y en la asfixia, en la cerveza
que hincha mi cabeza y emborracha mis demonios, en la cara de una anciana a la que
aún el parkinson no le robó los hermosos acordes menores de sus manos
blancas y huesudas. Y trato de entender este dolor en mí, ¿en qué se transformó la tinta de mis dedos?
Maximiliano Olivera
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