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Manchas sobre el mantel que parecen ciudades que ya no aparecen en los mapas, pero, sin embargo, las conozco mejor que la mía. Ciudades muertas de hambre que fueron la enfermedad de los duendes. ¿Llegaremos a sentir algo nuevo, acá, bajo la mirada de pájaros hechos de globos, lamiéndole las tetas a un sentimiento tan insípido como lo es el odio?
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Con el cielo en la punta de la nariz. Nadie me ve cuando despierto y me levanto de mis ropas, en la mañana más sórdida, para vestir a cada uno de los niños calcinados que no logran resistir las llamas de mis sueños. Comienzo a derramarme sobre la mesa donde un nuevo diente crece, para masticar cada taza de café que rechacen mis manos.
Es mejor sentarse a ver como se arrastran las grandes ciudades, o como son arrastradas. ¿Destrozando el acelerador, tal vez? ¿Destrozando fechas moribundas que ya son casi polvo? Es muy fácil ser esa clase de persona que se relaja dentro de su suerte y no reconoce nada más que su propia voz, que vende estados de ánimo a los bastardos. Siempre dentro de su suerte. Suerte. Uno se ríe, a veces, de la propia vergüenza. Languidez que estalla. Letras demasiado ocupadas para entender por qué nos llueve la mente y nos gotea sobre los pies helados. Medias rotas que nos trasladan hacia esa ventana donde lo vemos todo de nosotros mismos. Todo. Aun sigo envuelto en las caras sonrojadas de ayer, pintadas con alcohol y golpes que el amor a veces nos da. Ninguna de ellas dice algo sobre mis párpados tristes. Caballerosas deidades que se aproximan a mí para amar a este calor sofocante que hoy muerde mi cuello. Éste silencio en la habitación presagia un día lleno de puertas rechinantes. La única luz del día está dentro de mi cabeza, mis neuronas saben cómo hacés el amor.
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Lamiendo el anzuelo donde pronto seré un animal muerto.
Nadie entiende nada, y solo dicen:
"¿por qué todos querrían romper tu corazón?".
Bueno, acercate y sabrás bien porqué.
Maximiliano Olivera
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