Las idas y vueltas del
día desordenan todo en mi cabeza, que hasta veo deambular por detrás de mis
ojos muchos recuerdos confusos, más inciertos que yo.
Mi memoria es una morgue atiborrada
y es un hospital de soldaditos de plástico y es una escuela incendiándose. Es
una serpiente maldita que siempre está mudando de piel y yéndose de la ciudad en
la que yo me encuentre. Siempre negándome el oído, la mirada y su delicioso
veneno.
La memoria es también un
reloj al que recurro cuando nadie está hablándome.
Hoy me encuentro en un
cuarto atrapado en una calle de baches milenarios y árboles sedientos, en una
ciudad eternamente dormida, de gente tibia. Recién llegado de una caminata
trivial. Preguntándome por qué soy presa de esas calles por las que no anduve
siquiera una vez solo. Y es extraño. Andarlas solo es de verdad extraño. No
puedo salir de éstas sin sentir cuánto me han cambiado la vida aquellas manos
invisibles que me arrebataron a esos seres queridos que solían acompañarme.
No es por nostalgia ni
torpeza ni casualidad que vuelvo a recorrer esos caminos. Algo en el aire me
llama y el cuerpo sin preguntarme me lleva. Y no puedo evitar que en mi mente
se repitan las caras inexpresivas de esa gentecita que un tiempo atrás transitó
esta urbe, enferma de un odio patotero y barato –el odio autentico reside en sus
dioses–, incluso a veces pareciera que viven en un eterno estado de alerta,
miedo y asco. Se puede apreciar a simple vista en sus pasos, en su manera
despreocupada de mirar y murmurar, aunque cuando se encuentran solos, por lo
general, no se escucha otra cosa más que el sonido de los autos, trenes y
bondis, como si aquella chatarra vehicular tuviese el alma que les falta a
estos hombres y mujeres.
No hay mejor cura para
una realidad engorrosa que catapultándola de uno a través de la escritura.
¿Será esa la razón primordial por la que escribo o por la que se escribe? Tan
solo espero no estar exhalándole helio a una de mis grandes pasiones.
La oscuridad sucumbe,
dejándome solo con la mañana, que me espía con su garúa finita desde mi ventana
entreabierta. La garúa es sólo una, pienso, cada gotita es para ella lo que
para nosotros es una célula de nuestros cuerpos. ¡Carajo! Animal aterrador.
Maximiliano Olivera
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