La última vez que había visto llover fui
tan feliz, que no me importó cargar en la sangre hambre, miedo, frío, y no
recuerdo qué otra calamidad más, pero, realmente disfruté ver como se diluía mi
congoja con el agua que caía. Yo estaba solo, muy solo. Humanamente solo. Y mi
casa es pequeña, apenas cabemos mis fantasmas y yo, entre muebles tristes,
pero, el punto es que así la pensé, es una manera de ponerle límites a la
propia soledad. Astuto de mi parte, o no. Entonces, digamos... quince metros
cuadrados de soledad.
Esta noche de lluvia trato de distraerme,
para no pensar en todo lo malo que también puede arrastrar una tormenta.
Escribiendo, por ejemplo. Escribir me salva de mí mismo, y también,
implícitamente, salva a muchas criaturas... claro, de mí.
La poesía está en todas partes, mi casa
está repleta de ella: en cada una de las arañas o moscas, en los platos sucios,
en el vapor de un mate recién hecho, en el gato, en su mierda. También suele
estar en lo que hacemos y cómo. Pienso que atrapar un buen poema es como
atrapar con tus manos una gota de té caliente que cae por accidente de la
cuchara. A mí ya no me sale con estilo, y ni siquiera lo he vuelto a intentar.
Llevo las manos marcadas con quemaduras por culpa de un pedazo de calma que no
me asegura ni un buen sueño o un buen polvo.
Sea como fuere, caía la lluvia, caía y era
tan bella. Mientras tanto, en la televisión había gente local muriéndose en el agua
dulce, también había leones hambrientos en África y gente escapando de esta
vida por la peste y la guerra. Lo mismo de siempre. Aunque por primera vez
Scooby-Doo me resultó complicadamente aburrido. Preferí quedarme en silencio,
disparando hacia el cielorraso bocanadas de humo mío, fumándome las venas de mi
brazo inquieto, imaginando con los ojos cerrados las luces de cientos de
edificios mudos y marchitos. Son parte del cielo que conozco. Por esto aprieto
las muelas muy a menudo. Mis párpados empiezan a pesarme y ya no oigo las gotas
caer. Comienzo a extrañar las largas caminatas bajo la Luna , el rocío cubriéndome
como a algo inerte y sin importancia, mi mirada nauseabunda rodeando a cada
alma perdida en esta ciudad. Ojala tuviera palabras para decirles, pero no. Ni
siquiera me escucharían. Solo tengo unas que guardo para mí, para cuando la
vida me empuje a ser uno de ellos: esto no es ningún puto laberinto.
10/9/15
Maximiliano Olivera
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