Durante una prolongada estadía en la oscuridad total uno olvida su forma,
olvida quién fue, olvida sus propósitos, olvida el tiempo, pero no olvida dónde
se está. Y sé que fui arrojado otra vez, como en otras oportunidades, a esta
especie de cárcel hermética.
Todo se vuelve a repetir: las sensaciones van desvaneciendo progresivamente,
dejándome a solas con La Voz: mi compañera temporal. Por desgracia, hay algo
que no puede ser arrebatado de uno, y es esa vocecita bulliciosa. A veces
quisiera estar a solas, por mucho más tiempo, sin saberme, para no sentir en mí
tanta negrura. ¡Me aterra esta nada!
Ansío ver de nuevo esa luz abriéndose ante mí. ¿Cuánto tiempo más faltará? No
lo sé. Yo sé que volverá.
Me pregunto cómo era mi cuerpo, y los colores y texturas que contenía. No
puedo dejar de preguntármelo. Yo no puedo palparme, estoy completamente inmóvil
y los espejos del pensamiento son verdaderamente inexactos, poco confiables. Sólo
cabe esperar. Hay tantas cosas del mundo, además, que quiero volver a ver…
En el momento en el que me dispuse a dormir, un
objeto irrumpió en mi ridícula calma, para manipularme a su antojo. ¡Cuánto le
agradecí el arrancarme de ese estúpido sitio! Realmente, ya no me importaba si
lo hacía para devorarme o para arrojarme a las mismas llamas del infierno. Nada
podía ser peor que lo que había vivido.
Mientras era conducido por aquel objeto –que la luz, ya entregada a mí, convirtió en un par de manos– pude ver entrecortadamente el azul del cielo. Me reencontré con el aire. Pude
respirar. Vi al Sol, esa poderosa gema astral, y sentí cosquillear su calor en
mi pelaje y volví a reír. Y reí en todo el trayecto. Era feliz redescubriendo
aquel mundo que me habían negado por mucho tiempo. Vi un montón de caras con
formas que denotaban felicidad. ¿Es que vienen a presenciar y vitorear mi
liberación?
No fue sino hasta el segundo lanzamiento que desee
no haber salido nunca de mi celda. En el primero sentí una sensación extraña,
mientras me elevaba también se elevaba el dolor, y entonces supe que llevaba
entrañas en mí. Y éstas enloquecían más y más en cada golpe de aquellos dos
monstruos.
Tercer lanzamiento. Un impacto preciso en el
centro de mi cráneo lo apagó todo. Me desvanecí, sin más.
Cuando desperté, ahí estaba, en la recámara de la
muerte, la recámara de la nada. Detesté aquellas manos sucias que me llevaron a
la muerte, otra vez.
El tiempo pasó y fui olvidando cada vez un poco más.
Luego La Voz volvió a mí, e hizo el silencio aún más cruel.
Maximiliano Olivera