Pensarlo para disolver viva
la duda. Dar mil vueltas a la manzana hasta que ya no queden fuerzas para
maldecir. Transmitir lo que se siente a través de un golpe seco a la pared, y
así cambiar de lugar todas las telarañas y grietas, y obligue a las arañas a
buscar nuevas manchas de humedad donde vivir.
Quiero que la casa arda
como el vino en mi estómago, y que todo lo mío se queme y se olvide, desde mi
embustero poeta interno hasta el niño que alguna vez fui. Comenzaré encendiendo
una fogata en mi cabeza, que no deja de gruñir al oír reír a la gente.
Hay una fiesta al otro
lado de la pared. Me pregunto, ¿habrá algún jodido humano que no esté libre de
aquel cosquilleo que nos impulsa a buscar un ombligo en la noche? Bueno, acá
estoy, quejándome desde la pluma, mientras por momentos trato de encontrar al
mío en cualquier oscuridad que inventa mi mente. ¿Hace cuanto le he perdido el
rastro?
Miro el techo. Por
primera vez puedo escuchar a las sombras andar, y también hay otros sonidos, se
asemejan a botellas chocando contra un montón de dientes. Tal vez si abro la
boca vendrán por mí, y no quiero. Cierro los ojos y pienso en todos los campos de girasoles del
mundo, imaginándolos uno tras del otro, y no hay nadie ahí, salvo una brisa que
lleva un perfume que fecunda la tierra.
Golpean la puerta. Apago
las luces. No respiro. No pienso. No miro. Vuelven a golpear. Contengo la
respiración. Tercer golpe. Cuarto. Me levanto de mi cama y voy directo al baño como una rata herida. Toc, toc. Vomita todo mi ser. Cuento los arroces que rechacé. Juego con mis dedos con
aquella baba graciosa que Dios puso en mí, y que ahora flota en el agua del
inodoro. No, no hay rastros en mi panza de aquella cicatriz tan deseada. Al carajo con eso, ya no oigo que toquen. Perfecto. Volveré a la cama, al dormicidio. Mañana ya no estaré.
Maximiliano Olivera