8 de mayo de 2013

No te diluyas aún

A Renata la despertó la lluvia. Y aunque amaba la lluvia (sobre todo su ruido encantador y la manera en que ésta perfumaba los campos) esta vez no la dejó recorrer su cuerpo, rechazando con asco todas las manos de agua que la tocaban, casi pervertidamente. Por primera vez había manos por todas partes: en sus dientes, en su entrepierna, en su alma. Manos que no solo profanaban su cuerpito desprotegido, sino también recorrían las paredes blancas de la casa, saltando de un lado a otro, como niños molestos. Incluso dentro de los cajones se retorcían vigorosamente. En esa habitación las cosas pasaron a tener movimiento, flotaban, vivían. Y cuando las cosas comienzan a vivir, es cuando las cosas pueden romperse.

La altura del agua había superado ya su cama, la mesita de luz, algunos otros pequeños muebles y sillas que había. Ya no le servía de nada perder el tiempo pensando que estaba ocurriendo. Tenía que salir pronto antes de que el agua le apretara el cuello. Resguardó todo lo que pudo, en puntos altos donde pensaba que el agua no llegaría. Había tanta basura flotando por ahí. Cuantos objetos inútiles atestaban esa pequeña habitación.

Renata, la de los ojos sin tiempo, sintiendo las muelas ancladas en su boca (que aún no despertaba del todo), se dirigió hacia la cocina, la de todas sus mañanas, llenas de café y aspirinas. Ahí nada estaba en su lugar. Le costó tanto mover las piernas a través de esa agua marrón oscura, esa agua llena de mugre, de cielo, de Buenos Aires. La situación era la misma en cualquier sitio de su casa, aunque cada vez se incrementaba mas el torrente de agua que caía.

Ya no había más que hacer en el hogar, seria su tumba si permanecía más tiempo ahí. Tomó un abrigo y empezó a moverse pensando en buscar un lugar lo suficientemente alto y, en lo posible, seco.
-Bien, Señor- dijo parsimoniosamente, mientras recorría el largo pasillo que separaba su hogar de la calle-. Esto era lo único que nos faltaba, a nosotros, los caídos, a tus ovejas escuálidas, los hijos del miedo. No te pertenecemos ya, Señor. Nunca más tus manos cobijarán mis penas ni las de esta ciudad. Alejate, Señor. Alejá tu nada, tus celdas blancas, ésta prisión de lluvia, la prisión de la mente: el tiempo. Estás muerto, Señor.
Cruzó un portón tan denso como la noche, y ya estaba en la calle. Sola. Con miedo y frío. Con el agua por las caderas. Las manos ya no eran manos, eran minúsculos pinceles pintándole el cuerpo del color de la peste. Maldita agua. Sentía picazón en todas partes. Era incomodo, no podía pensar con claridad. La tormenta tragó gran parte de los sonidos noctámbulos de la naturaleza, ya no se escuchaban grillos ni arboles moviéndose, ni siquiera a la propia lluvia. La noche empezó a ser de los hombres desesperados. Tantos gritos y tan pocos movimientos. Parecían robots estúpidos temiendo tocar el agua. Mientras la muerte nadaba burlonamente a la vista de todos.

Renata se sintió aliviada al recibir la mano de Juan, su vecino, que la guió hasta su terraza. Recorrió todo el trayecto mirando cuidadosamente donde colocaba sus manos. Antes de entrar al hogar, su alma se echó a carcajadas a ver a Maria Rosa, la mujer del almacén, flotando boca abajo a unos metros de ella. Nadie más la había visto. Puso su cuerpo en reversa, y mientras subía las escaleras miraba como el cuerpo era arrastrado por la corriente.

Maximiliano Olivera

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