26 de mayo de 2016

Fe en extraños

Traeme la música que siempre fuiste. Salvame, que la guitarra sólo me habla en su lengua de árbol y ya no produce aquellos sonidos que me hacían tanto bien. Salvame, que por las calles corren vientos nuevos de caras que no se animan a hablarse, y en las plazas los niños ya no se cuentan entre ellos historias de mundos que imaginan. La ciudad está teñida de un rojo óxido que aterra a toda criatura de ternuras puras. En mis pupilas: un montón de hormigón para unas pocas almas oprimidas por una hábil mano de barro y cenizas. 
Nadie bebe, nadie juega, nadie puede acercarse al Sol. Si tu cabeza decidiera volver hacia atrás, comprenderás que todo ha sido removido y reemplazado por montañas de cadáveres fusilados por los sarampiones. ¿Y quién te devolverá el tiempo que te tomó poder erigir aquel humano que veían en vos?
Ésta es la manga de mi camisa, yo me aferraré a la tuya. No olvides jamás el color de las que nos regalamos en aquellos sueños desde el vientre del sol. Hoy nos vemos alejar, mujer. No voy a desistir. Abro los ojos. Te busco en el fuego y en la asfixia, en la cerveza que hincha mi cabeza y emborracha mis demonios, en la cara de una anciana a la que aún el parkinson no le robó los hermosos acordes menores de sus manos blancas y huesudas. Y trato de entender este dolor en mí, ¿en qué se transformó la tinta de mis dedos?
Alrededor de los límites de mi ceguera se extiende el blanco lienzo de los días por llegar. Ni un espejo tuyo ahí. A través de tus ojos de asfixia veo un cielo inmensamente azul, no tan bello como los recuerdos que aún la vida y los años me permiten conservar: mediodías de pasto y mates adormecido entre tus piernas.
Tanta prisa afloja hasta mis dientes, y ahí voy, perdiéndolos a medida que corro hacia vos. Y también los huesos y sus olores, mis ojos y las miradas que encadené en ellos, mis uñas, la sal de mi carne, las tristezas del alma, mi nombre. Mi nombre y no el tuyo.
No lo olvido: todo alguna vez ya fue mencionado: el miedo, el ojo faltante del sol y el hambre que pudre las bocas.
Sé que es un día hermoso y que a pesar de todo, el sol silba. No quiero oír ninguna otra cosa más en lo que dure esta siesta.


Maximiliano Olivera

No hay comentarios:

Publicar un comentario