31 de diciembre de 2014

Duna menguante

Comenzó con el pie izquierdo bajo la puerta
 y una sonrisa deslizándose por el 7mo "B".
Todas las sonrisas huían, tal vez.
La mía supo mi nombre
y permaneció conmigo,
repitiéndolo una y otra vez.
Sonaba el timbre, y ahí comenzaba: "Bastardo".
Sonaban las sinfonías de los autos por fuera
de la ventana: "Bastado".
Sonaba mi cuerpo de huesos rotos,
destrozados por una suerte
de brisa que todo lo perfumaba
de polvo y muerte,
y sonaba también su canto:
"bastardo, bastardo, bastardo"
Todo el tiempo.
Todo el maldito tiempo sobre mí.
Quizás eso es lo que merecía.
Un poco de ira.
Un poco de sangre en mi boca
y nariz.
Un poco de calle, sal, alcoholes,
smog, chirridos, temblores,
cielo, alba y garua.
 Y volver al hogar, para continuar
con la rutinaria tarea de verme llorar,
postrado en mis sueños aún más desvanecidos
que yo, o mi hígado enfermo,
o mi lengua recientemente mordida.
¿Por qué te causa tristeza no saber amar?
No saber en quién o qué pensar.
Si en ese silencio de tu rostro
que no te deja llover sobre tus campos;
si en los líquenes que cubren tus rodillas
que te hacen muecas burlonas, estúpidas;
si en los pibes calcinados por los años
que no dejan de gritar por detrás de los espejos,
mientras abandonan la niñez
y la piel con la que han sido
arrojados a este mundo.
Todo es del cenit y del fin. Todo.
La eternidad es tan solo tu jardín,
una sabana extendida sobre el pasto
y un montón de libros viejos
de hombres que se tejieron a sí mismos
con carnes inconexas,
violando las realidades inequívocas.
Hoy más que nunca,
el Sol sobre la tierra altera toda sombra,
interrumpe el canto de los pies descalzos
con una melodía suya que cubre de hilos el día.
Hay una duna de algodón escondida en su centro.
Desde acá la veo arder,
y reir,
y llover,
y reir,
y llover.

Maximiliano Olivera

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